Wednesday, December 07, 2005

Columnas muertas

"...Quizás no era muy cómoda pero puede soportar estar en esa cama, aunque, por supuesto, prefería mil veces la suya. En esas cosas pensaba cuando se acostó el viejito en la cama. La enfermedad lo había estado carcomiendo los últimos 8 meses y sabía que probablemente esta sería su ultima cama ya que su situación había empeorado notablemente en esta ultima semana. Por suerte el viejito no estaba mucho solo. Continuamente iban a su habitación sus hijos y su esposa pasaba todo el día con él. La alegría de su día era ver a sus nietos. Tenía tres y faltaban unos 2 meses para que naciera su primera nieta, es por esto que su inminente partida le daba más pena, el ver a su primera nieta crecer al igual que pudo ver a los otros que ya estaban bastante grandes.
La primera noche fue bastante helada y podía escuchar los gemidos lejanos por el pasillo. No alcanzaba a distinguirlos muy bien en un principio pero luego se volvieron inconfundibles a medida que aumentaban de intensidad. Eso lo asustó, estaba en un lugar de dolor, él había venido al hospital a morirse y eso lo empezó a aterrorizar. En medio de su angustia el sueño hizo su parte y logró dormir.

Cuando vio la cara de su esposa cuando abrió los ojos en la mañana, sabía que nada podía ser tan malo. Ahi estaba ella, fiel compañera, después de mas de 30 años aprendiendo a vivir juntos y ahora, acompañando a morir. Estaba orgullosa de ella y de lo que había logrado en la vida, en una vida junto a él. Le había traído el desayuno para que se sintiera mas como en casa. Para felicidad de ella, él le hizo saber que su sola presencia bastaba para eso. Al oírlo, ella se dio vuelta. No soportaba la idea de dejarlo ir. Ella gozaba de buena salud y no veía la vida sin su compañía por muchos años. Él le tomo las lagrimas con el dedo índice y con los demás le dio vuelta lentamente la cara y la calmo con suaves palabras, las mismas suaves palabras que le brindaba cada vez que ella lloraba en cada oportunidad desde que se conocieron. Aun cuando se mostró tranquilo, él sabía por dentro que ella era en realidad la mejor razón para quedarse en esta vida, no la quería dejar sola. Claro, están los hijos, pero ellos llevan su vida y no es lo mismo que el compañero de largos y a veces dolorosos años. Mientras la abrazaba, sus ojos brillaron, pero se aguantó, se aguantó como pudo.

Los días pasaban mas rápido de lo que pudiera haberse imaginado y de la misma manera la situación del enfermo también empeoraba. Las drogas eran cada vez mas fuertes y le daba rabia no estar lo suficientemente lucido cuando llegaban visitas o con una cara mas alegre para no asustar a los nietos. Los gemidos en la noche eran cosa de todos los días, sus gemidos. Eran fuertes y desgarraban a todos los pacientes del pasillo. La impotencia que sentía de no poder soportarlo le sacaba lagrimas en mas de una ocasión y con cada inyección sentía que perdía una batalla mas de una guerra que no iba a ganar. Luego veía a su hija reflejada en el techo de la habitación, con su guata de 6 meses y la sonrisa de quien va a ser por primera vez madre, la misma sonrisa de la madre y la misma sonrisa de su madre. Las tres se juntaban lentamente en su cabeza y juntas le velaban el sueño.

La ultima noche se sentía en el ambiente. Se quedaron todos esa noche. El jefe de familia en el centro, con varios kilos menos y una cara de alguien que ha sufrido demasiado en estos últimos días. Su esposa le tomaba la mano que no paraba de temblar, y sus hijos iban de un lado a otro, inquietos y nerviosos.
Cuando el dolor se volvió a hacer insoportable, recibió la inyección a la que se había acostumbrado demasiado rápido. En esta situación de humillación para él en que se veía derrotado por una cruel enfermedad, se pudo despedir de todos y sintió cada beso en la mejilla como un regalo divino que llevaría a donde quiera que fuese después de esto. Luego salieron todos y lo dejaron solo con su esposa. Los dos tomados de la mano se sumergieron en el sueño que para él fue eterno."

Cuando Roberto Valdes, escritor mediocre, con pistola en mano, terminó de escribir el final de su columna habitual de cada semana, se lamento profundamente y lloró sobre el metal, de que no tenia a quien despedirse. De que en 44 años de vida nunca supo que hacer, que nunca le pidió matrimonio a la novia que lo espero 7 años, que nunca vió a los hijos que tenia destinado y de que su vida y sobre todo su muerte no era la que había extrapolado en su columna. El estruendo y la mancha de sangre en el tapiz mural sólo firmaron esta ultima declaración.

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